Uno de mis grandes problemas –y estoy seguro que el de una buena mayoría- es que cuando fuimos jóvenes sentimos la vida tan insignificante, que comenzamos a pedirle prestado sin escatimar en requisitos y condiciones de pago. Y nos podremos esconder del propietario del abasto, del bachaquero que deambula por las calles, del señor o la señora que vende las cervecitas en su casa para ayudarse, pero de la vida jamás. Esas deudas se saldan y, generalmente, tocan cancelarlas a intereses muy altos y cuando uno está más limpio.
Soy uno ejemplo, gracias a Dios todavía vivo, de esa situación, pero no me arrepiento de nada. Verdugo no pide clemencia. Tampoco pretendo dar lecciones ni consejos, aunque ojalá estas experiencias sirvan para que los muchachos no repitan los mismos errores. De momento solo quiero compartir algo de esas vivencias con mis amigos lectores y lectoras, sobre todo con aquellos y aquellas que no me desamparan después que me diagnosticaran un carcinoma en la amígdala izquierda.
Recuerdo que en ese tiempo –me refiero al de mi mocedad-, cuando veía el globo terráqueo del tamaño de una pelota de beisbol, antes de acostarme después de una parranda cervecera con un grupo de amigos, acudíamos a un restaurant cuyo nombre no recuerdo, ubicado al lado del conocido bar Chacaíto, sector del antiguo Carro Chocado, y cada uno se comía un chivo en coco con espagueti, arepitas o plátano asado, y había opción de repetir.
Otras veces nos presentábamos a las tres o cuatro de la mañana a una tostada del barrio Los Robles, y nos poníamos a reventar de arepitas de pernil que pasábamos con un vaso de Toddy o uno de Cerelac cargado de leche. En “El Cuatro”, por acá por la zona sur, nos hicimos famosos entre los vendedores de pollo asado, parillas, chinchurria, chorizos, perros calientes y tumbarranchos. En esos tarantines de comida rápida llegábamos en cambote y nos hacíamosdueños de los tarros de la mayonesa, la guasacaca y el picante.
Teníamos la suerte de terminar de amanecer vivos, pero la vida sin que cayéramos en cuenta nos anotaba inexorablemente en su libreta la deuda que a mí ahora me tocó pagar. Hace cuestión de año y medio, me sobrevino un infarto y cuando tenía de nuevo ajustado el corazón a media botellita del elixir de los caquetíos, jirajara y ayamanes, me sorprende el carcinoma en la garganta.
Como ustedes bien saben, inicié el tratamiento, y una de las adversidades con las que me he encontrado, es que descubrí que tengo un corazón grandote que solo sirve para amar, no es cualquier cosa, porque amar no es ninguna nimiedad, pero con dificultades para esos retos orgánicos que impone la quimioterapia que requiero en la actualidad.
Me vi en la obligación de presentarle al oncólogo un informe del cardiólogo, no sé explicarlo en términos médicos científicos, pero entiendo que mi músculo circulatorio ha perdido caballos de fuerza, y una buena parte de ese follaje estoy seguro que se fue con la espuma de las cervezas eufóricas, quedó en los taquitos de arepa o el tronquito del plátano maduro limpiando totalmente el plato de la salsa del chivo en coco a media madrugada.
Ahora, ante la fragilidad de mi bomba cardíaca, tienen que aplicarme unas quimios de muchachito, de hembrita, una cosa así chiquitica y delicada que no le vaya a seguir restando potencia.
Pero les informo que me siento muy bien, se me quitó el dolor de oído y de garganta… y bueno, a lo hecho pecho, la vida sigue, así que aprovecho el tamaño de mi órgano querendón, para corresponderles con mi cariño sincero al inmenso amor de todos ustedes. ¡Un abrazo!
@AlberMoran
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