Evangelio según san Lucas 24,43-56
«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Ustedes son testigos de todo esto. Yo les enviaré lo que mi Padre ha prometido; permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo Alto». Después los llevó hacia Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el Cielo. Ellos se postraron ante Él y volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios».





[dropcap]L[/dropcap]os días que transcurren entre la Resurrección gloriosa del Señor Jesús y su Ascensión al Cielo se debaten entre el tiempo y la eternidad. Jesús está aún acá en la tierra. Se deja ver por su Madre, por las mujeres y por sus discípulos. Pide de comer y habla. Los apóstoles y seguidores lo ven y lo escuchan. Sin embargo, ya participa de otra dimensión. Se presenta en una habitación de improviso y sin que las paredes lo detengan. Desaparece sin más y los discípulos no saben cómo. El acontecimiento de la Ascensión que hoy celebramos pone fin a esa etapa y marca el paso a una nueva.


Hoy se nos invita a levantar la mirada y a contemplar a Jesús, Dios y hombre verdadero, sentado a la derecha del Padre. Él es Dios, junto con el Padre y el Espíritu Santo. Y Él, que se hizo hombre encarnándose en el seno de la Virgen María, ha elevado nuestra condición humana a una dignidad impensable: somos hijos de Dios en su Hijo amado. De este modo, el Señor que asciende al Cielo nos abre la puerta de la vida eterna. Benedicto XVI decía que: «En Cristo elevado al Cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios». ¡Qué amor tan grande el que tiene Dios por nosotros!
Levantamos la mirada al Cielo y al tiempo que nos alegramos y nuestro corazón se llena de gratitud a Dios por su amor inmenso, somos invitados a tomar consciencia de nuestro llamado a seguir el camino que Jesús nos ha mostrado. Ése es el horizonte último de nuestra vida: la participación eterna en el misterio del amor de Dios; la comunión plena en el Amor. San Gregorio de Nisa, un gran santo del s. IV, decía: «Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con Él; descendamos con Él para ser ascendidos con Él; ascendamos con Él para ser glorificados con Él». El Señor resucitado y elevado al Cielo nos muestra ese horizonte de eternidad que tiene nuestra existencia. Lo que recibimos en el Bautismo como en semilla tiene que germinar y crecer a lo largo de nuestra vida para que podamos alcanzar nuestro destino final.

benedicto

¿Qué importancia tiene esto para tu vida ahora? Decisiva, pues —para ponerlo en lenguaje coloquial— es acá, en el tiempo de nuestra vida terrena, donde nos jugamos la vida eterna. Dios sale primero a nuestro encuentro y en todo momento contamos con su gracia que nos alienta, nos fortalece y nos da la esperanza cierta del triunfo si permanecemos fieles a su amor. «Yo les enviaré lo que mi Padre ha prometido» —dice Jesús antes de ascender al Cielo— y añade: «permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo Alto». Él nos asegura la fuerza del Espíritu que nos sostiene y fortalece en el combate espiritual. Ahora bien, el Señor no sustituye ni pasa por encima de nuestra libertad. Nos invita a cooperar libre y amorosamente con su Plan de amor. Sin libertad no hay amor. Y la vida cristiana es vida en el amor y para el amor. Por ello implica nuestra opción libre de cooperar con la gracia divina que sale a nuestro encuentro, nos reconcilia y nos eleva en Cristo.
Es muy significativo notar que en esos últimos instantes antes de ser elevado al Cielo, el Señor Jesús encarga una misión a su Iglesia: «Vayan por todo el mundo y prediquen la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15). Las últimas palabras que dice a los apóstoles y discípulos —y en ellos a todos nosotros— son un llamado al apostolado. Elevar la mirada al Cielo, a nuestro destino eterno en Cristo, no nos lleva a una visión espiritualista, a una religiosidad solitaria, desentendida de los problemas actuales de nuestra entorno y nuestra sociedad. Por el contrario, nos alienta a asumir un compromiso serio por colaborar, desde un corazón convertido a Jesús, con el anuncio del Evangelio, a ser «testigos de todo esto» (Lc 24,48) y «volver con alegría» (Lc 24,52) a nuestra familia, nuestro trabajo, nuestros grupos de amigos y ser apóstoles del Resucitado. La Ascensión de Jesús nos invita a crecer en una visión de fe que ve la hondura de la realidad y es capaz de comprenderla integralmente y de hacer lo que esté a nuestro alcance por transformar desde el Evangelio todo aquello que esté en contraste con la Palabra de Dios y su Plan de amor.

El autor de esta reflexión es el teólogo Ignacio Blanco, quien con mucha generosidad ha aceptado participar en Catholic-Link enviándonos esta Lectio para nuestra oración dominical. Ignacio publica sus reflexiones dominicales en el portal Mi vida en Xto, que ofrece recursos diarios para la oración personal.