18 de noviembre de 2004:Atentado/ASESINATO de Danilo Anderson
¿Quién ordenó asesinar al fiscal venezolano Danilo Anderson?
En 2004 se produjo el atentado terrorista que cobró la vida del fiscal del Ministerio Público Danilo Anderson.
El acto terrorista ocurrió cuando el vehículo que Anderson conducía, estalló como consecuencia de la activación de explosivos colocados en el mismo.
Danilo tenía 38 años cuando fue asesinado y se había destacado por su compromiso con el juicio y el castigo a los responsables del golpe de Estado y la masacre de Puente Llaguno el 11 de abril de 2002. Anderson nació en Caracas, y terminó la carrera de Derecho en la Universidad Central de Venezuela en 1995, especializándose más tarde en criminología y leyes ambientales.
Trabajó para varios bufetes de abogados y fue fiscal tributario entre 1993 y 2000. Fue el primer funcionario en abrir un caso de delitos ambientales ocurridos en Caracas. Era percibido por muchos como uno de los más brillantes y mejores fiscales del Ministerio Público venezolano. Su asesinato conmocionó a la opinión pública venezolana a través de su espectro político.
El fiscal Anderson fue asesinado en la urbanización Los Chaguaramos de Caracas, mientras conducía a su casa desde la universidad, en donde tomaba clases de postgrado. Fue asesinado cuando estalló un aparato contentivo de explosivo plástico C-4 colocado debajo del asiento de conductor de su Toyota Autana. Se cree que el C-4 fue activado desde un teléfono celular. Los testigos dicen que oyeron dos explosiones ruidosas y cuando observaron el vehículo éste ya se encontraba en llamas, a punto de impactar contra un edificio cercano.
Ni siquiera en el caso de que la vida pudiera devolverse, como una película, habría manera de salvar a Danilo Anderson de las graves consecuencias que trae la confrontación con gente poderosa y sin escrúpulos. “No conocía términos medios, su frase era ‘pa’lante es pa’llá y caiga quien caiga’”, confió, en una entrevista con Ciudad CCS, Sander Chanto, quien fuera su jefe en el Ministerio Público.
Anderson pertenece a la nutrida lista de mártires de la Revolución Bolivariana, esos infortunados que luego de morir (ya sea asesinados, en accidentes o por enfermedad) han sido víctimas de una “remuerte moral” por parte de despiadadas maquinarias mediáticas nacionales y globales.
Su caso es de los más infamantes, pues fue asesinado (hace 13 años) en un episodio de casi insuperable cobardía o, para decirlo en la jerga de los abogados, “con premeditación, alevosía, ventaja, nocturnidad y motivos innobles”. Y luego de morir así, ha sido perpetuamente rematado mediante incesantes vilezas disfrazadas de periodismo investigativo o de libertad de opinión.
Los ejecutantes del asesinato de Anderson sabían que él era de armas tomar. De igual a igual, se hubiese fajado a golpes, se hubiese caído a tiros, se hubiese llevado a alguien en los cachos, pues sabía defenderse, tal vez porque seguía siendo el muchacho nacido en La Vega en 1966. Fue quizá la exagerada confianza en esa capacidad para cuidarse solo la que lo indujo a dejar libres a sus escoltas aquella noche fatídica. Los sicarios le colocaron un explosivo plástico en su camioneta y lo volaron mediante un teléfono celular.
Unos días antes, en el fragor de la indagación de los sucesos del golpe de Estado de abril de 2002, uno de los poderosos sin escrúpulos a los que Anderson investigaba le dijo, en pleno tribunal y no precisamente en el oído: “Yo sí sé cobrar”. Y quedó claro que, por esa vez, no se refería a su habilidad como banquero para recuperar préstamos. El cadáver carbonizado y humeante del abogado egresado de la Universidad Central de Venezuela fue un mensaje macabro para cualquier otro investigador.
La disposición de Anderson a enfrentar el golpe no sobrevino repentinamente. Él estuvo entre los primeros que alzaron su voz contra los fiscales que protagonizaron su propia insurrección en el Ministerio Público y que el 12 de abril estaban listos para legitimar las barbaridades de Carmona y su combo.
“Tuvo la valentía de decirles en sus caras al grupo de fiscales golpistas que con él no contaran para eso. Y por ello, después del golpe, cuando Danilo entraba al ascensor, los demás fiscales se salían. Con ese gesto demostraban que eran mayoría”, contó Chanto.
Una vez muerto, en las sedes del Ministerio Público corrieron ríos de hipócritas lágrimas mientras los enemigos comenzaban a ejecutar el asesinato de su memoria. El estilo de vida de la víctima fue la excusa para transfigurarlo en victimario. Una moto de agua y una supuesta maquinita de contar billetes sirvieron para justificar el vil crimen. Y siguen sirviendo para eso.
Para muestra basta un botón: en un artículo publicado en esos días, la ex dirigente de Acción Democrática Paulina Gamus escribió que “era un extorsionista que, gracias a esa actividad, había pasado de ser un modesto empleado a un metrosexual que se jactaba de usar ropas de diseñadores y tener una camioneta de lujo”. A trece años después de su cobarde asesinato, al “Fiscal Valiente” siguen matándolo todos los días.
ILUSTRACIÓN ALFREDO RAJOY
En 2004 se produjo el atentado terrorista que cobró la vida del fiscal del Ministerio Público Danilo Anderson.
El acto terrorista ocurrió cuando el vehículo que Anderson conducía, estalló como consecuencia de la activación de explosivos colocados en el mismo.
Danilo tenía 38 años cuando fue asesinado y se había destacado por su compromiso con el juicio y el castigo a los responsables del golpe de Estado y la masacre de Puente Llaguno el 11 de abril de 2002. Anderson nació en Caracas, y terminó la carrera de Derecho en la Universidad Central de Venezuela en 1995, especializándose más tarde en criminología y leyes ambientales.
Trabajó para varios bufetes de abogados y fue fiscal tributario entre 1993 y 2000. Fue el primer funcionario en abrir un caso de delitos ambientales ocurridos en Caracas. Era percibido por muchos como uno de los más brillantes y mejores fiscales del Ministerio Público venezolano. Su asesinato conmocionó a la opinión pública venezolana a través de su espectro político.
El fiscal Anderson fue asesinado en la urbanización Los Chaguaramos de Caracas, mientras conducía a su casa desde la universidad, en donde tomaba clases de postgrado. Fue asesinado cuando estalló un aparato contentivo de explosivo plástico C-4 colocado debajo del asiento de conductor de su Toyota Autana. Se cree que el C-4 fue activado desde un teléfono celular. Los testigos dicen que oyeron dos explosiones ruidosas y cuando observaron el vehículo éste ya se encontraba en llamas, a punto de impactar contra un edificio cercano.
Ni siquiera en el caso de que la vida pudiera devolverse, como una película, habría manera de salvar a Danilo Anderson de las graves consecuencias que trae la confrontación con gente poderosa y sin escrúpulos. “No conocía términos medios, su frase era ‘pa’lante es pa’llá y caiga quien caiga’”, confió, en una entrevista con Ciudad CCS, Sander Chanto, quien fuera su jefe en el Ministerio Público.
Anderson pertenece a la nutrida lista de mártires de la Revolución Bolivariana, esos infortunados que luego de morir (ya sea asesinados, en accidentes o por enfermedad) han sido víctimas de una “remuerte moral” por parte de despiadadas maquinarias mediáticas nacionales y globales.
Su caso es de los más infamantes, pues fue asesinado (hace 13 años) en un episodio de casi insuperable cobardía o, para decirlo en la jerga de los abogados, “con premeditación, alevosía, ventaja, nocturnidad y motivos innobles”. Y luego de morir así, ha sido perpetuamente rematado mediante incesantes vilezas disfrazadas de periodismo investigativo o de libertad de opinión.
Los ejecutantes del asesinato de Anderson sabían que él era de armas tomar. De igual a igual, se hubiese fajado a golpes, se hubiese caído a tiros, se hubiese llevado a alguien en los cachos, pues sabía defenderse, tal vez porque seguía siendo el muchacho nacido en La Vega en 1966. Fue quizá la exagerada confianza en esa capacidad para cuidarse solo la que lo indujo a dejar libres a sus escoltas aquella noche fatídica. Los sicarios le colocaron un explosivo plástico en su camioneta y lo volaron mediante un teléfono celular.
Unos días antes, en el fragor de la indagación de los sucesos del golpe de Estado de abril de 2002, uno de los poderosos sin escrúpulos a los que Anderson investigaba le dijo, en pleno tribunal y no precisamente en el oído: “Yo sí sé cobrar”. Y quedó claro que, por esa vez, no se refería a su habilidad como banquero para recuperar préstamos. El cadáver carbonizado y humeante del abogado egresado de la Universidad Central de Venezuela fue un mensaje macabro para cualquier otro investigador.
La disposición de Anderson a enfrentar el golpe no sobrevino repentinamente. Él estuvo entre los primeros que alzaron su voz contra los fiscales que protagonizaron su propia insurrección en el Ministerio Público y que el 12 de abril estaban listos para legitimar las barbaridades de Carmona y su combo.
Anderson pertenece a la nutrida lista de mártires de la Revolución Bolivariana, esos infortunados que luego de morir (ya sea asesinados, en accidentes o por enfermedad) han sido víctimas de una “remuerte moral” por parte de despiadadas maquinarias mediáticas nacionales y globales.
Su caso es de los más infamantes, pues fue asesinado (hace 13 años) en un episodio de casi insuperable cobardía o, para decirlo en la jerga de los abogados, “con premeditación, alevosía, ventaja, nocturnidad y motivos innobles”. Y luego de morir así, ha sido perpetuamente rematado mediante incesantes vilezas disfrazadas de periodismo investigativo o de libertad de opinión.
Los ejecutantes del asesinato de Anderson sabían que él era de armas tomar. De igual a igual, se hubiese fajado a golpes, se hubiese caído a tiros, se hubiese llevado a alguien en los cachos, pues sabía defenderse, tal vez porque seguía siendo el muchacho nacido en La Vega en 1966. Fue quizá la exagerada confianza en esa capacidad para cuidarse solo la que lo indujo a dejar libres a sus escoltas aquella noche fatídica. Los sicarios le colocaron un explosivo plástico en su camioneta y lo volaron mediante un teléfono celular.
Unos días antes, en el fragor de la indagación de los sucesos del golpe de Estado de abril de 2002, uno de los poderosos sin escrúpulos a los que Anderson investigaba le dijo, en pleno tribunal y no precisamente en el oído: “Yo sí sé cobrar”. Y quedó claro que, por esa vez, no se refería a su habilidad como banquero para recuperar préstamos. El cadáver carbonizado y humeante del abogado egresado de la Universidad Central de Venezuela fue un mensaje macabro para cualquier otro investigador.
La disposición de Anderson a enfrentar el golpe no sobrevino repentinamente. Él estuvo entre los primeros que alzaron su voz contra los fiscales que protagonizaron su propia insurrección en el Ministerio Público y que el 12 de abril estaban listos para legitimar las barbaridades de Carmona y su combo.
“Tuvo la valentía de decirles en sus caras al grupo de fiscales golpistas que con él no contaran para eso. Y por ello, después del golpe, cuando Danilo entraba al ascensor, los demás fiscales se salían. Con ese gesto demostraban que eran mayoría”, contó Chanto.
Una vez muerto, en las sedes del Ministerio Público corrieron ríos de hipócritas lágrimas mientras los enemigos comenzaban a ejecutar el asesinato de su memoria. El estilo de vida de la víctima fue la excusa para transfigurarlo en victimario. Una moto de agua y una supuesta maquinita de contar billetes sirvieron para justificar el vil crimen. Y siguen sirviendo para eso.
Una vez muerto, en las sedes del Ministerio Público corrieron ríos de hipócritas lágrimas mientras los enemigos comenzaban a ejecutar el asesinato de su memoria. El estilo de vida de la víctima fue la excusa para transfigurarlo en victimario. Una moto de agua y una supuesta maquinita de contar billetes sirvieron para justificar el vil crimen. Y siguen sirviendo para eso.
Para muestra basta un botón: en un artículo publicado en esos días, la ex dirigente de Acción Democrática Paulina Gamus escribió que “era un extorsionista que, gracias a esa actividad, había pasado de ser un modesto empleado a un metrosexual que se jactaba de usar ropas de diseñadores y tener una camioneta de lujo”. A trece años después de su cobarde asesinato, al “Fiscal Valiente” siguen matándolo todos los días.
ILUSTRACIÓN ALFREDO RAJOY
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