MARIO BRICEÑO IRAGORRY LOGRO FUSIONAR
LITERATURA Y POLITICA A LA IDEA DE CRISTO
El 15 de septiembre de 1897 nació en el estado Trujillo el
intelectual venezolano Mario Briceño Iragorry, escritor, investigador y
político cuya vida de estudio e investigaciones lo llevó a ser miembro de la
Academia Nacional de la Historia y la Academia Nacional de la Lengua, para
dejar un importante legado de estudios al país.
Fue doctor en ciencias políticas de la Universidad Central de
Venezuela, escuela de la que fue Director en 1927, y durante su carrera
desarrolló una serie de investigaciones de etnografía, lingüística,
historia y arqueología, de las que concretó importantes obras como Ornamentos fúnebres de los aborígenes
del Occidente de Venezuela (1927); La
fundación de Maracaibo (1928); Los fundadores de Trujillo (1930); y Tapices de historia patria (1936).
En el ámbito literario, Briceño Iragorry, logró obras
merecedoras de reconocimientos, como Casa León y su tiempo, galardonada
con el Premio Municipal de Literatura de Caracas en 1946; y El regente Heredia o la
piedra heroica, por
la que recibió el Premio Nacional de Literatura en 1948.
Mario Briceño-Iragorry vino
a construir un importante legado en el debate de las ideas ocurrido en
Venezuela en las primeras cuatro décadas del siglo XX; un debate de ideas que
pretendió, con algo de éxito, definir los patrones políticos, económicos,
sociales y culturales de un país que abría los ojos a la modernidad.
En esa búsqueda de conceptos, el trujillano entiende que no
puede alcanzar dicha definición sin antes proceder a la renovación del mundo
espiritual del venezolano. Según él, nada puede ni tiene sentido sin admitir la
presencia de Dios en la vida y obra del hombre; en tal sentido, su análisis
social y cultural pasa primero por un análisis espiritual centrado en su fe en
Cristo y en la doctrina católica. Es por ello que se siente en la necesidad de
fijar posición acerca del Cristo que decide seguir y a quien le va a brindar
importantes y hermosas páginas de sus obras.
El siglo XX abrió las puertas a la difamación de lo humano, a la
postulación del atropello como elemento muchas veces “dignificador” y a la justificación incomprensible del
pecado. Quienes se promocionaban en el siglo XX como garantes de un orden de
convivencia fueron los más atroces instigadores de la abominación y la
postración del espíritu.
Esta alarmante avanzada del materialismo y su interpretación
religiosa en el ateísmo, preocupó notablemente a Briceño-Iragorry, que entendía
al mundo sólo a través un cristianismo, centrado en la vida de Cristo, en donde
imperan principios fundamentales como la caridad, la solidaridad, la tolerancia
y el respeto.
Briceño-Iragorry va a responder al mundo a través de un Cristo
renovado y de pertinencia en la dinámica social. Por ello parte de un Cristo
reelaborado por la literatura del siglo XX y por el pensamiento que venía
tejiéndose desde Francia por medio de la Acción Católica Obrera.
Es en este momento donde logra perfilarse la obra católica de
Mario Briceño-Iragorry y su visión de un Cristo renovado; un pensamiento
pacífico en donde predomina la igualdad entre los hombres en todos los órdenes
y un espíritu impulsor que guíe el camino del mejoramiento de las condiciones
materiales de la vida y cubra con éxito real las carestías cardinales en el
plano de la dignidad humana.
En tal sentido, perfilará
un Cristo acorde con esta nueva y renovadora concepción del hombre y la
sociedad, un Cristo que se tejía ya desde una transfiguración ficcional, un
Cristo que decidía a bajarse de la cruz para ensuciarse las manos con los más
pequeños y necesitados.
Mientras se desempeñaba como embajador en Colombia publicó los
trabajos que lo consagraron como uno de los más importantes exponentes de
la ensayística contemporánea de Venezuela. Algunos de esos títulos son:Alegría de la tierra, Vida
y papeles de Urdaneta, el joven, y El caballo de Ledesma.
En 1957 fue publicada una de las obras más destacadas de su
trayectoria: Por la
ciudad hacia el mundo.
En 1949 la Junta Militar que derrocó al presidente Rómulo
Gallegos lo nombró embajador en la República de Colombia, hasta 1952,
cuando volvió a Venezuela para ser partícipe de las elecciones parlamentarias
de ese año, con el partido Unión Republicana Democrática, participación que lo
llevó al exilio tras el desconocimiento de los resultados por parte de la
dictadura militar presidida por Marcos Pérez Jiménez.
Murió en Caracas en junio de 1958, dos meses después de volver a
Venezuela tras ser derrocado Pérez Jiménez, y sus restos reposan en el Panteón
Nacional desde el 6 de marzo de 1991.
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