martes, 6 de febrero de 2018

El 7 de febrero de 1826 entra el Libertador a Lima, en medio de los más cálidos homenajes, después de haber libertado cinco Repúblicas y clavado en el Potosí las banderas de las nuevas naciones.

Bolívar se había extasiado en el Potosí, en cuya cumbre expresó: «En
cuanto a mí, de pie sobre esta mole de plata, cuyas venas riquísimas
fueron durante trescientos años el erario de España, yo estimo en nada
esta opulencia cuando la comparo con la gloria de haber traído
victorioso el estandarte de la libertad desde las playas ardientes del
Orinoco para fijarlo aquí, en el pico de esta montaña, cuyo seno es el
asombro y la envidia del universo».

En ese momento, la cumbre del Potosí era su propia cumbre. América se
postraba a sus pies. Era como situarse en un pedestal y desde allí
arropar con su mirada la inmensidad de un territorio que le rendía
tributos. Bolívar era en ese preciso instante, al mismo tiempo,
Presidente de Colombia, Dictador del Perú y Presidente de Bolivia, lo
que significaba tener el poder sobre un extenso territorio que
abarcaba lo que es hoy Panamá, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, y
Bolivia. Nadie para entonces en América irradiaba tanto brillo. Los
pueblos de esta parte del mundo lo admiraban; era su ídolo, su
salvador, su redentor.

En Europa y Norte América también se reconocía su hazaña. Había
ingresado al sitial que la historia universal tiene reservado a los
grandes hombres. Pero en el caso de Bolívar su ingreso a este sitial
de honor se realizó por la puerta grande, pues su obra era de mayores
méritos dado que fue un libertador, no un conquistador. Llevó sus
tropas a redimir pueblos; a expulsar la tiranía; a instaurar la
justicia; a reivindicar la dignidad, a aposentar la libertad. En fin,
la suya fue la hazaña de un suramericano que se hizo universal
instaurando la libertad donde antes predominaba la esclavitud y la
tiranía.

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